Los trenes en Europa son de una puntualidad exasperante para cualquier mexicano. Después de un mes en el que en cuatro ocasiones Jorge se había quedado solitario, viendo como ante sus ojos desfilaban los últimos vagones de un tren programado para salir tan sólo 3 minutos antes de su llegada, esta vez no estaba dispuesto a volver a toparse con la risita burlona del policía que por azares del destino solía postrarse debajo del enorme reloj de la estación.
Algo era seguro, la historia se iba a repetir, pero ahora Jorge era el que observaba todo, colgado milagrosamente del primer tubo con el que se topó al ver que el tren ya había arrancado.
–¡Corre, pendejo! –gritó al chavo que, cargado de mochilas, con los pies como clavados en el corredor, veía marcharse el tren, volteaba a ver los tres minutos de más en el reloj y a punto del llanto, bajaba la mirada para toparse con la puta risita del policía.
–Ya no llego, no mames –respondió en perfecto castellano.
Jorge tomó su equipaje y comenzó a recorrer los vagones en busca de un camarote vacío. El tren viajaba del norte de España a París. Acababa de pasar la media noche y la mayoría de la gente descansaba. Abrió la puerta de un nuevo camarote y para su suerte venía vacío.
Se sentó y liberando la coleta del cabello, lo sacudió. Se sentía muy cansado. Llevaba varias noches viajando de país en país y a pesar de sus veintitrés años de edad, el sueño ya lo estaba doblegando. “Es mi última noche en tren”, pensó, “y debo aguantar”. Así que de una de sus mochilas, sacó tabaco y papel, se forjó un cigarrillo y entonces comenzó a colocar las protecciones que también le habían funcionado durante el viaje: un par de latas de Coca Cola con monedas adentro, justo en la entrada de la puerta; así, si alguien entraba, sin duda se tropezaría con ellas alertándolo del intruso; después, se despojó de su gabardina, la revisó y la dobló de tal manera que sus documentos y el poco dinero que le restaba quedaran bien protegidos y la colocó como almohada; finalmente, amarró la correa de la mochila a su cinturón y apagó la luz. No tenía la intención de dormir, por su mente sólo pasaba la idea de regresar a su país. Ya deseaba abordar el avión del aeropuerto parisino “Charles de Gaulle” y volver con los suyos. Por casi un año había ahorrado para hacer este viaje y deseaba compartir los recuerdos al compás de la guitarra de su viejo. Pensando que el dinero no le había alcanzado para llevarle nada a Erick, su hermano menor, se recostó en la gabardina y el paso del tren por fin logró dormirlo.
Un instante después, se despertó sobresaltado. Un tanto molesto por haberse dejado vencer por el sueño, se incorporó para revisar sus trampas. Vio que todo estaba en su lugar, por lo que volvió a sentarse; sin embargo, la mochila pesaba menos. La abrió y para su sorpresa, estaba completamente vacía. De inmediato extendió la gabardina y lo mismo: las bolsas interiores no contenían nada. ¿Cómo es que alguien abrió la puerta y, esquivando las latas, pudo usurpar su mochila y, sobre todo, robar el contenido de la gabardina sobre la que dormía? Simplemente no lo podía creer. Todo había desaparecido: dinero, visa y pasaporte; boleto de avión, cámara fotográfica y los pocos regalos que había adquirido. Lo único que quedaba era la mochila llena de ropa sucia.
–¡Carajo! Ora sí que estoy jodido. ¡Debo hacer algo y rápido!
“Piensa, piensa, piensa…” se decía. Miró el reloj y sólo habían transcurrido exactamente dieciséis minutos desde que había salido el tren, por lo tanto, él se dormiría cuando mucho ocho minutos, suficientes para que el hábil ladrón lo robara; sin embargo, el trayecto hasta la próxima parada, en París, señalaba cincuenta y dos minutos por lo que el intruso seguía a bordo y Jorge contaba con treinta y seis minutos para encontrarlo.
Salió rápidamente al pasillo y comenzó a abrir camarote por camarote. En cada uno, jalaba bruscamente la puerta, encendía la luz y buscaba algún indicio de sus pertenencias o un rostro sospechoso.
Así recorrió dos vagones completos y lo único que obtuvo fueron mujeres espantadas y hombres molestos.
De pronto, pasó a un nuevo vagón y un solitario individuo que se encontraba al otro extremo del pasillo, lo vio y echó a correr.
“Serás pendejo, mi estimado, solito te delataste”, pensó Jorge saliendo a toda velocidad tras él.
En cada vagón le iba acortando la distancia. Debido a que era pasada medianoche, no había nadie más en los pasillos así es que en el recorrido sólo se escuchaban sus pisadas y, cada vez que el ladrón llegaba al fondo, al abrir la puerta, para cambiar de un vagón a otro, el ruido exterior se metía escuchándose el estrepitoso andar del tren: “traca, traca, traca, traca…”
Jorge ya lo veía muy, muy cerca, y al momento en que el ladrón volvió a doblar la esquina al final del pasillo, no se oyó más que se metía el ruido exterior. El tren había enmudecido. Jorge detuvo el paso para no ser sorprendido. Pensó que el ratero, al no haberse cambiado de vagón, se habría escondido en el baño, ya que la única puerta adicional que había era la de salida.
Dio la vuelta al pasillo con toda cautela y comenzó a girar muy despacito la manivela del baño cuando de pronto escuchó un ruido a sus espaldas; al voltear se llevó tremendo susto ya que el ladrón se encontraba frente a él, cara a cara, y lo único que los separaba era ¡la puerta de salida! Sí, el ladrón había abierto la puerta de salida del tren, la cerró y sujetado tan sólo de la manija de la puerta, se encontraba colgado, a punto de caer al vacío.
En ese instante Jorge sintió un terrible coraje y comenzó a patear la puerta para que el tipo cayera, sin importarle que el tren corría a 45 kilómetros por hora.
–¡Cae, maldito, cae! –gritaba; sin embargo, el ladrón, como pudo, se sujetó con una sola mano y con la otra, sacó de entre sus ropas un paquete y se lo mostró a Jorge.
–¡Hijo de puta! Son mis documentos. ¡Mi visa, mi pasaporte, mi boleto de avión! Jorge entendió que, si lo tiraba, todo se iba a ir con él, así es que no tuvo otro remedio que abrirle la puerta y dejarlo pasar, pero para su mala suerte, más tardó en tratar de entender su mezcla de italiano y español que en recibir el primer golpe.
La pelea duró varios minutos. Como perros de pelea se liaron con todo, aunque finalmente pudo más la rabia de Jorge. Le dio un golpe en la cara, otro en el estómago y, al doblarse el ladrón, aprovechó para darle la vuelta y sujetarlo por el cuello.
–¡Ya valiste madres, cabrón! –gruñía apretándolo con mucha fuerza.
A punto de la asfixia, entre tosido y tosido, el ladrón rogó: ¡”Espeta”, espeta”! “Por favore, ío daré las túas pertenencias…” Jorge lo liberó un poco e introdujo la mano en el abrigo recuperando sus documentos; en otra de las bolsas, encontró su navaja suiza, misma que abrió colocando la filosa hoja de acero en su cabeza.
–Okay, okay… Ahora me vas a decir en donde están mis cosas…
–¡Sí, sí, ío te lo daré!
Antes de empezar a caminar, Jorge lo revisó por encima de las ropas para cerciorarse de que no trajera ningún arma. Al no encontrar nada, marcharon por el pasillo. El ratero lo condujo a los baños y, de las papeletas, fue sacando el botín. Finalmente, ya con la tranquilidad de haber recuperado todo, Jorge fue tomando confianza, mas al llegar al último baño, el italiano nuevamente lo sorprendió.
Esta vez los golpes fueron más certeros y estaba a punto de derrumbarlo cuando, en su desesperación, Jorge lanzó un golpe al aire, el ladrón giró el rostro en la misma dirección estrellándose ni más ni menos que con su navaja.
El italiano cayó de bruces. Jorge, sin saber muy bien lo que sucedía, siguió golpeándolo hasta notar que sangraba profundamente por la herida punzocortante que había penetrado en la nuca.
El escaso metro y medio cuadrado del baño, era demasiado para la claustrofobia de Jorge, así es que, abriendo la puerta, arrojó al ladrón al pasillo y ahí mismo, comenzó a esculcarle el resto de las bolsas hasta encontrar la cartera del italiano. La tomó y se la echó al bolsillo. Después, del cuello, le arrancó una cadena de la que colgaba una medalla y un amuleto.
–Esto ahora es mío –afirmó.
Jalándolo de la cabellera, lo levantó y por fin pudo observarlo con claridad: el italiano no pasaba los treinta años, estatura me- diana, piel blanca, complexión robusta de la que brotaban unas venas castigadas con moretones por los continuos piquetazos de jeringas. Sus ojos eran verdes al centro y rojo alrededor.
–¡Levántate! –ordenó Jorge–; éste se puso de pie mirándolo amenazadoramente. Sin soltar la navaja, Jorge sacó sus cigarros y le aventó uno.
–¡Fúmatelo! –instruyó pasándole cerillos.
El ladrón empezó a jalar el humo desesperadamente.
–¿Por qué no guardas tu juguetito? –reprochó en un español mucho más claro, refiriéndose a la navaja.
–No, mi amigo. No me voy a volver a arriesgar contigo. Van dos veces que me madrugas.
–¿Quieres realmente pelear?
–Jorge no podía creer que el tipo todavía quisiera continuar la lucha y prefirió mejor no contestarle; sin embargo, el Italiano dio un paso atrás y de debajo de su abrigo, entre el suéter y una gruesa camisa de lana, sacó un enorme cuchillo.
–Bonito mi juguetito, ¿no crees? ¡Ahora sí, vamos a medirnos!
–¡Éntrale hijo de la chingada! –rebatió Jorge dispuesto a todo.
–El ladrón sonrió y guardando el arma le dijo –ah… mexicanos, están más locos que uno. No voy a hacerte daño, sólo regrésame mi cartera y mi amuleto.
–Eso, nunca.
–¿Qué no lo ves? Si llegara en este momento la policía, ¿a quién crees que apresarían? Si no lo has notado, yo soy el herido, tú has robado mis pertenencias y traes un arma…
Comprendiendo la problemática y no queriendo tener que dar explicaciones a nadie, Jorge le contestó:
–Te regreso tu cartera, pero si no quieres que te entregue a la policía, te vas a arrojar del tren ahora mismo.
–¡¿Qué?! Bueno, está bien, pero devuélveme mi amuleto…
–Ése, ahora es mío. Ten tu cartera y tú dices, o te avientas o te aviento.
– “¡Espeta! Espeta, ío lo puedo hacer solo”.
El ladrón se acercó a la puerta, la abrió y al ver que tenía a Jorge a sus espaldas todavía con la navaja en la mano, se arrojó del tren cayendo sobre un césped pedregoso.
Jorge se quedó en la puerta para asegurarse de que no fuera a
volver a subir en algún otro vagón, pero no, la velocidad del tren lo hizo dar varias vueltas y cuando logró incorporarse era ya demasiado tarde, su tren había partido.
Minutos después por fin llegó a París y de un tren que pareciera venir vacío, comenzó a salir gente como hormigas.
Jorge se perdió entre ellos y unas horas después se encontraba abordando el avión de “Air France”, destino a México.
Al llegar al aeropuerto, detrás del letrero que dice “Bienvenido a la Ciudad de México, capital de la nación”, vio que su hermano Erick lo estaba esperando. Por fin se sintió tranquilo y levantando el brazo, le mostró el amuleto del italiano. Después de todo, ahora tenía algo que regalarle.
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