“Dedicado a todos los amigos que disfrutaron con nosotros la casa de La Centinela”.
Antes de cerrar por última vez la puerta de la casa de la Centinela se me figuró escuchar la voz de Jorge, mi esposo, todavía cantando en la sala del fondo. Las notas de su guitarra desgarraban el aire al acompañarlo: “¿Qué mentiras te voy a decir?, ¿qué inútiles palabras te voy a inventar? Buscando que perdones / mi mal proceder / mi cruel comportamiento. / Me perdonas tan sólo esta vez / y nunca, nunca más volverá a suceder / y así se acabará / para siempre mi amor / mi mal comportamiento…”
Sentí que cada ladrillo de nuestra Centinela se quedaba impregnado de nostalgia. A propósito, dejé abiertas de par en par las ventanas que dan al andador para que por allí volaran libres también las melodías de mi órgano y las desafinadas flautas que los niños tocaban en la secundaria.
Todo era en vano, bien lo sabía y ahora que me encontraba frente a ti, mi condición de madre me decía que muy en el fondo, también entendías por qué nos retirábamos.
Ni las lágrimas ni las preguntas dejaban de caer: ¿Qué he de decirte a ti que me has acompañado por más de 35 años? Tú, mi Centinela que viste nacer, crecer y hacerse hombres a mis seis hijos. Bajo tu sombra pasamos del blanco y negro al color; de la máquina de escribir a Internet y juntas vimos caer la última hoja del siglo en nuestro calendario. Veíamos a nuestros padres como hoy nos miran ya los nietos. Bajo tu mismo techo, ése que el diecinueve de septiembre del ochenta y cinco, se batió como los grandes para salvaguardar a los suyos.
Y aquí estoy, a tu vera, sin saber cómo despedirme. Si no fuera porque conoces nuestra historia, pensarías que te estamos traicionando, que te tiramos al olvido…
No quería verte sin muebles, vacía. Imaginaba que sería muy triste. Pero no, te ves altiva, toda una dama, custodiada por tus fieles árboles. Ojalá no te los quiten, porque entre cada línea de sus troncos se encuentra un secreto diferente de mis niños: de cómo montar bicicleta, cómo trepar hasta la punta del pino; cómo ganar una nueva partida de canicas. La puerta de la cochera, ésa sí que es seguro que la cambiarán. Ya está en muy mal estado después de haber sido traspasada mil veces por los balones, ¡vaya portería, como tronaba cada que metían un gol!
Ni uno solo de tus tabiques debe estar exento de tres generaciones de ratos felices, a pesar de que ya no han de rondar más por tus rincones, por tu piso, los abuelos, los amigos y las novias.
Yo dejé algunas palabras olvidadas en mi recámara. Quise recogerlas para llevarlas conmigo, pero no las encontré. No sé si volverán o si un día caerán. Mejor así. Ahí te las encargo. Tantos años las has custodiado que quizá ya se metieron entre tu pintura. Qué más da, tú me inspiraste a escribirlas sobre aquella mecedora que miraba a la terraza. Tienes razón, son más tuyas que mías. Quédate con ellas. ¿Ahora entiendes por qué las casas guardan ruidos y olores? Es su forma de descargar las penas y alegrías. Sino cómo expresar el barullo y la algarabía de tantas navidades.
En este preciso instante estoy viendo a Toño con el suéter de la secundaria amarrado a la cintura; a Alejandro con las bolsas de sus pantalones cortos llenos de carritos; a Jorge y Lety de novios; Gerardo aprendiendo a manejar; a Mauricio de brazos y a Ramón en moto. El Campeón, el Faraón, la Bingo y la Brenda; mascotas, piñatas y noches de vela. Creo que será mejor tomarnos otra foto en nuestra habitación, con las cortinas doradas de fondo. ¿Te acuerdas? Aquella noche festejábamos nuestras bodas de plata.
Armando Manzanero, José José, Guadalupe Trigo, Los Montejo y tantos y tantos amigos más deben saber que la sala donde un día cantaron, ya no es más la misma.
A partir de hoy, nuestros difuntos también tendrán que visitarnos en otra dirección. Absurdo sería soñar de nuevo con envejecer bajo tu techo, el tiempo no otorga treguas.
“Vi a tanta gente ser feliz aquí.
Superamos hasta el problema más complejo.
Disfrutamos cada plato de frijoles.
Jamás podré dejar de pensarte.
Nunca acabaré de agradecerte”.
Tomé fuerzas y por fin cerré la puerta de la Centinela. Subí al auto y aún con el rostro empapado en lágrimas, mientras dábamos la vuelta a la glorieta, le dediqué mi mejor sonrisa; todavía le dio tiempo de corresponderme arrojando una leve brisa que trajo hasta mí la querida melodía ensayada por años: “Perdón, vida de mi vida / perdón si es que te he faltado / perdón cariñito amado / ángel adorado / pido tu perdón. / Jamás habrá quien separe, tu amor / de mi amor el tuyo. / Si, tú sabes que te quiero / con todo el corazón, con todo el corazón…”
Hasta la eternidad, mi casa, mi hogar, mi Centinela.