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Vecinos
13 julio, 2016|Historias de vida

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Gabriel.
«Noooo, aunque me jurarás que mucho has cambiando, para mi lo nuestro ya esta terminado, no me pidas nunca que vuelva jamás… Noooooo». Gabriel concluyó su interpretación en el karaoke y abrió sus sentidos ojos para llenar de luz a Martina. No había nada, nada, nada, más grandioso en el planeta que esa lindura. La casa estaba plagada de invitados, pero él sólo pensaba en el momento de que se fueran para desvestir a su mujer. Las horas, los tragos, los chistes, las canciones, se tropezaban unas con otras y Gabriel las disfrutaba sin perder de vista, ni por un sólo segundo, la exquisita piel de Martina. Le urgía, añoraba, poder contemplar su cuerpo tendido boca abajo en su cama, dispuesta para él.
Y así fue, la noche más especial de su vida, como solía decir cada vez que estaba con ella. Y es que su entrega, su pasión, toda la energía de Martina concentrada en él, era exactamente eso, el mejor momento del universo.
Por eso, cuando Gabriel tuvo frente a frente ese extraño aparato que los periódicos del día siguiente reportaron como un «cuerno de chivo», no tuvo miedo. Qué carajo le iba importar que el «Curado» fuera un niño nacido en un poblado norteño en el que la única forma de ganarse la vida era dedicándose al narco. Que le hubieran pagado menos de lo que Gabriel gastó en su fiesta, por asesinarlo. Que el chingado Curado no supiera ni porque lo mandaba al otro mundo, sólo recibía órdenes. Que no podría degustar nunca más la constelación de estrellas que descubría en Martina, siempre diverso, siempre infinito, siempre virgen, por una razón que el aroma de pólvora ahora le prohibía.
Gabriel simplemente miró los ojillos cafés del Curado y antes de que la «tartamuda» comenzara el karaoke del «tracatracatraca» pensó en lo infeliz que podría ser un tipo así, que jamás fuera arrullado por una madre, un padre que lo protegiera o una Martina que lo hiciera ver cual era el verdadero motivo de esta vida. La circularidad de sus caderas, de su vientre dando vida, de la luna llena, del propio universo.
«No me mates», pensó decirle al Curado, «me gusta cantarle a Martina en Karaoke, imaginando que después podré hacerle el amor». Pero el Curado no sabía más que de la ley del Jefe, el Dios que lo sacó de su miserable vida de perro a cambio de cantarle el «tracatraca» a absurdos batos que aún teniendo frente a sí a la «tartamuda» todavía ponían cara de felicidad como si estuvieran en la cabecera del comedor de su casa, tomando un Herradura Añejo, explorando las pecas de su mujer y agradeciendo el bendito momento en que el mismo Dios que ahora mandaba un negro emisario, se lució con el mejor regalo de su vida: Martina.
Ni un millón de Curados valen la imagen de mi Martina tendida en mi cama boca abajo. Dale cuate, jálale ya.
Tracatracatraca.

Julieta.
Julieta estaba entusiasmada con su nuevo novio. No es que fuera la gran cosa, pero por lo menos Augusto era un hombre maduro que ya no andaba con niñerías. Julieta era una mujer muy atractiva. Linda de porte, pero mucho más de trato. Su gran orgullo era ese par de bubis que en algún momento tuvo oportunidad de operarse y que hacían que ningún hombre pasara sin observarla, pero triste su suerte, al poco tiempo seguían su camino. Había rebasado ya la  frontera de los cuarenta y entonces, lo descubierto más allá de la línea, le facilitaba la existencia. Ya no pretendía un quimérico príncipe azul; los «hombres perfectos» galantes por demás, con sus perfumes caros y carros convertibles, apestaban, destilaban, hedían a aroma de esposa sacrosanta y pañales, y ni quien los necesitara. Se juraba que no quería una vida estable, llena de lujos. Ir al mejor restaurante, esperar a que un inmaculado esposo, recién iniciado en canas en su tupida barba de candado, le abriera la puerta del coche, retirara su blazer Versace y quejarse de cuanto se tardaban en traerle su orden de langostinos al ajillo, ba. No quería hijos felices columpiándose en su jardín. Odiaba pensar en la escena de un mariachi entrando en su casa con un nefasto bigotito de aguacero, levantando las cejas para alcanzar al tono de la estrofa «un muñeco de trapo, mitad tu, mitad yo». Pensaba en lo amargada que deberían estar las señoras que recogían en sus casas las cacotas de un consentidísimo Bull dog y soportar las tediosas tareas que las maestras de primaria supuestamente le dejaban a las niñas, pero traían una clara posdata de echarle a perder la tarde pastelera a las mamás. Qué asco el tan sólo pensar en las mujeres que se acostaban terminando la novela de las nueve y justo cuando el hilillo de baba empezaba a escurrir como señal de un sueño profundo, tener que aguantar al fogoso esposo que las abrazaba de cucharita y tras un estridente concierto de ronroneos al oído en diminutivo, comenzaba a sobar sus muslos, el vientre, las nalgas, hasta alcanzar una trepidante cabalgata. No. Jamás. Nunca, soportaría algo así.
Julieta no tuvo que hacerlo. Esa mañana pagó su renta, habló con Augusto sobre sus próximas vacaciones; hizo planes con mamá para comer y tras rociar sus majestuosas bubis de Burberry, se dirigió al trabajo.
Sería cerca del medio día cuando salió de su oficina. El vigilante del estacionamiento omitiría decir en su declaración que si era bizco, un poco tenían de culpa las tetas de Julieta. Y que llevaba clavada en su mente la deliciosa tanga que sobresalía sin la menor compasión, de la transparente falda, ¿cómo era posible que semejante dulce estuviera soltera? Y con ese par de pares.
Julieta se enfundó en su viejo Jetta sin saber que su suerte estaba echada. Ya no tendría que preocuparse por las enormes cacas del Bull dog que nunca tendría o del peligro que para su futura hija significaba la alberca olímpica del palacio que le compraría su hermoso pretendiente. Sus preocupaciones se acabaron en cuanto el Stratus negro se pegó con cautela. Ni siquiera dolió. La primera ráfaga hizo que perdiera el control del querido Jetta hasta terminar estrellándose contra un poste de luz. La estúpida sonrisa del Curado mostrando unos dientes masiento de sarro y el trabajo barato de un puente dental, es la última imagen que ve en vida. Hubiera vuelto a morir de saber que el siguiente tiro precisamente dejaría expuesta la prótesis de su bubi derecha. El ahorro de todo el año tirado al caño. Uno tras otro los plomos van encontrando cobijo también en su rostro y cráneo. El tracatraca retumba bajo la misma comparsa que el Curado le hiciera a Gabriel, “el Jefe te manda sus saludos”. Y la respuesta se vuelve a repetir: ¿El Jefe? ¿De quién diablos habla este sujeto? El hecho se consuma en menos de tres minutos.

El Jefe.
Un día antes de los asesinatos, un auto Lincoln con vidrios polarizados cruza a toda velocidad el Periférico. Va cargado hasta el tope de AK 47 y en dos cajas de leche oculta un cargamento de cocaína. El chofer y el guardia se cercioran de que las dos camionetas Pathfinder que los custodian no los pierdan en el camino.

El Jefe ni se inmuta cuando un auto con tumba burros y el escudo de la policía se le empareja y le hace la señal para que se salga en la lateral y detenga su marcha.
El Jefe no baja del auto, es más, al ver venir al agente ni siquiera se molesta en esconder la Colt que reposa en sus piernas. En la cacha bañada en oro, reluce la Santa Muerte salpicada de brillantes.
Baja el cristal, el agente mira a su alrededor a través de sus Ray ban Aviator y al ver que todo esta despejado, le dice: esta mañana alguien fue de “sapo” a la procu, jefe. Fue una llamada anónima reportando su casa de Villa Carreño. Pero no tiene de que preocuparse, la llamada la tomó el Teniente Ríos, uno de los que tiene en su nómina, así es que descuide.
¿Qué no me preocupe? ¡Qué no me preocupe! Tendré que cambiarme cuanto antes, ¿entiendes lo que eso implica? Pero alguien va a pagar por esto, ¿ya sabemos quien me “sapeó”?
No señor, fue una voz trabajada por computadora, desde un teléfono público, imposible de rastrear. Iban por los cinco milloncitos de recompensa que ofrecen por su cabeza.
¡Me importa un carajo la recompensa! Hay que agarrar al desgraciado… ¡Piensen, seguro es alguien cercano! Revisen la zona, encuéntrelos y acaben con ellos. Encárgale el trabajito al Curado.

El caza recompensas.
El señor del carrito de «Hot dogs» se estaciona en la esquina de enfrente de la casa del Jefe y prende el aparato receptor de alto alcance que esconde en el compartimiento del pan. La llamada anónima que hizo ayer al tal Teniente Ríos no fue suficiente, le dijo que estaba en un error, que se olvidara del tema. Pero él esta seguro de que el Jefe se refugia ahí y esta vez piensa obtener una grabación más certera que lo conduzca a la jugosa recompensa.
Bajo el sobaco, presiona al periódico local cuya noticia principal de ese día es la extraña muerte de Gabriel y Julieta, dos civiles, gente común y corriente, sin ninguna aparente conexión, pero que sin duda fueron ejecutados con la misma arma, ¿el móvil? Nadie se lo explica.
Mientras vigila cualquier movimiento o llamada entrante, un camión de mudanza llega a la casa del Jefe, ¡mala suerte! ¡Seguro ya se enteró y otra vez se cambiará de madriguera!
A continuación, la coincidencia que observa es por demás extraña, dos cortejos fúnebres invaden la calle Villa Carreño, la de Julieta que aparca  en la casa del lado izquierdo del Jefe y la de Gabriel, justo a la derecha de la misma residencia del capo.

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Alejandro Mier
"Mis Andares, no son más que historias de esas que escuchamos a diario y que por creerlas de interés o que aportan algo en este loco afán de tratar de entender el comportamiento humano, me parecieron dignas de dejarlas por escrito. Te aseguro que después de leer algunos de mis Andares, notarás que tú también tienes muchas historias que merecen contarse... si las quieres compartir, son bienvenidas! Por lo pronto, será un placer encontrarte... en los Andares de la vida".