Magdalena se colocó las pantuflas y bajó muy suavemente las escaleras del apartamento para no despertar a su bebé.
No necesitaba ver a su esposo para adivinar la escena. Cada noche se repetía. Plutarco, en cuanto veía que Magdalena y el pequeño dormían, se refugiaba en el estudio y comenzaba a revisar todos los documentos y recortes de periódico.
Magdalena manoteando, hizo a un lado la espesa nube de humo del cigarro y se sentó en el banquillo.
–Se trata del abuelo, ¿verdad?
–Ni te imaginas la información que acabo de encontrar –respondió sin quitar la vista del periódico.
Magdalena lo tomó del rostro con las dos manos e hizo que la mirara a la cara:
–Plutarco, ¿no crees que ya es mucha obsesión por el abuelo? Déjalo descansar.
Plutarco respiró profundamente y se alborotó aún más el despeinado cabello. Su sonrisa era la de aquellas personas que aparentan saber mucho, mucho más de la cuenta.
–¿Es posible que hasta en eso haya tenido tanta suerte el viejo?
–¿En qué?
–En morir en mi hora preferida del día. Eran las 5:30 de la tarde y recién acababa de llover, ¿te acuerdas?
–Ajá…
–Bueno, lo que no te he contado es que yo, desde niño, todas las tardes después de comer me recostaba en la parte alta de la litera de mi recámara y entonces, con la mirada perdida, permanecía hipnotizado observando cómo rebotaban las gotas en la ventana. El abuelo lo sabía porque me veía desde la calle cuando llegaba en su gran auto negro, rodeado de guaruras.
Al escurrir el último hilillo de agua salía corriendo al parque y ahí, –dijo Plutarco con el rostro iluminado–, en cuestión de segundos, todo se llenaba de vida: niños intentando atrapar libélulas y quijotillos; señores paseando a sus perros; las golondrinas, los grillos, la brisa, el olor a mojado de la tierra y el pasto; los novios en la banca, ¿acaso todos estarían detrás de una ventana esperando la última gota?
–No Plutarco. Tú naciste lleno de nostalgia y tal parece que en tu andar por la vida has ido buscando los motivos que expliquen ese caudal de sentimientos que se agolpan en tu pecho, pero… lo que no alcanzo a comprender es ¿en dónde encaja tu abuelo?
–Precisamente ese es el punto. Tú mejor que nadie sabe cómo lo aborrezco, y aunque ya haya muerto no puedo hablar de él en tiempo pasado porque este coraje, hoy, ahorita, está más presente que nunca. ¿Tú crees que es justo? Con tanto daño que hizo, tantas vidas cegadas, ¿a cuántas familias te gusta que haya dejado sin padre cuando ocupó el puesto de Secretario? ¿A cuántos estudiantes torturó y mató en el 68? Mira, mira tan sólo esta nota; ¿ves a todos estos campesinos acribillados? Él iba al frente del comando que los asesinó. ¿Te parece poco? ¡Ah, qué pinche viejo! de veras que se creía más inteligente que el resto del planeta. Y qué suerte, ¿no? Morir tan tranquilito, tan cuidado, protegido, rodeado de su familia entera, ¡qué perfecto!
–¡Basta Plutarco! ¡Déjalo ir! ¿Qué ganas con amargarte por lo que hizo? Después de casi dos años de su muerte, tu mamá y tu hermana Claudia apenas lo están superando; todavía en la cena del sábado pasado, tu madre lo lloró en la mesa.
–Sí… –respondió meditabundo Plutarco–, ¿te acuerdas cuando le di la noticia del infarto a Claudia? ¡Cómo le dolió!, y a mamá, de un día para otro la envejeció como diez años, ¿lo ves? Hasta muerto siguió haciendo daño –concluyó asomando de nuevo su mordaz sonrisa.
Esa tarde en el hospital –continuó recordando–, papá nos reunió a todos.
El abuelo era un viejo recio y apenas tenía 62 años. Todos pensaban que la libraría. Al entrar a su habitación, debido a que era un momento familiar muy íntimo, Claudia le pidió a los dos reporteros que estaban con el abuelo que nos dejaran solos; sin embargo, el viejo tomó con su gruesa mano a Claudia, -fue la izquierda, lo recuerdo porque traía el inseparable anillo con sus iniciales PMP- y le dijo: no hija, estos hombres han seguido mi carrera política desde mis inicios en el Departamento del Distrito Federal, es justo que tengan la primicia de mis últimos momentos.
En el cuarto se hizo un silencio muy incómodo que fue interrumpido por el doctor. Lo siento, dijo, traigo los resultados de los estudios y necesito hablar a solas con el paciente. Pero el abuelo repitió la misma cantaleta de que todos los presentes debíamos escuchar el parte médico, ¿para qué herir más a mamá y a Claudia?
Su corazón está muy débil –prosiguió el doctor sin mayor vacilación–; el paro cardiaco dañó tres cuartas partes del corazón y en cualquier momento podría tener una crisis.
–¡Una crisis, doctor! ¡Qué significa eso! –gritó Claudia–. El doctor agachó la cabeza y se retiró en silencio.
Saben amigos –dijo el abuelo a los reporteros–, si algo me llega a pasar, les agradecería que en su nota resaltaran mi lealtad al pueblo de México. Díganle a mi gente que en todos y cada uno de mis años en el servicio público, siempre intenté dar lo mejor de mí, y que si en algo fallé les pido perdón –agregó como si estuviera dando un discurso–: yo soy sólo un ser humano, ya lo ven, débil, vulnerable, lleno de errores. Luego, el abuelo los miró directo a los ojos: … Esta parte del corazón que perdí de un solo tajo, la dejé sobre mi escritorio, ¿me entienden? Es algo así como cuando entregas tu carta de renuncia…
–¡Suficiente Papá!
En ese momento –comentó Plutarco a Magdalena continuando su relato–, entró de nuevo el doctor y mientras la histeria continuaba, algún medicamento le suministró al viejo; segundos después todo fue un caos: la máquina anunciando que el enfermo recaía; el abuelo con el rostro desencajado; las enfermeras corriendo; las fotos de los reporteros… el llanto de mamá y Claudia. Lo demás, tú misma lo presenciaste… el abuelo murió esa tarde ¡por supuesto lluviosa! y después le siguieron los cortejos fúnebres con escoltas militares, disparos, honores, en fin, todo un héroe nacional. ¡Mira nada más qué viejo, deber tantas vidas y morir como angelito!
–De acuerdo Plutarco, de acuerdo. Tienes toda la razón, pero ¿y qué? Ya nada se puede hacer, ¿estás de acuerdo?
–Ahí es precisamente donde todos están equivocados, ¡Claro que hay mucho por hacer! –dijo mostrándole unos papeles y una fotografía.
–Y éste, ¿quién es?
–Obsérvalo bien, ¿no lo recuerdas? Es uno de los reporteros que estaban con el abuelo y mira qué casualidad, ¿ves estas escrituras? Son de una preciosa residencia en el Pedregal, mismas que un par de meses antes de que muriera el viejo estaban a nombre de mi madre y ahora le pertenecen a nuestro amigo periodista, ¿qué tal?
–¡Plutarco! –respondió Magdalena completamente sorprendida.
–Por supuesto, ese hallazgo fue sólo el inicio de mi investigación, ¿imaginas, por esas casualidades extrañas de la vida –agregó en tono burlón–, quiénes son sus vecinos en la lujosa privada? No, el segundo reportero no. A ese lo encontraron en un basurero con el tiro de gracia… Sus vecinos son nada más y nada menos que el flamante doctor que lo atendió, un compañero de él, el cual expidió el certificado de defunción, y la última casa, es del mismísimo dueño de la funeraria.
–¡Aaahhh! Plutarco… ¡No puede ser! Y ahora, ¿qué sigue?
–Te invito de viaje.
Sentados en un risco, Plutarco y Magdalena contemplan la puesta de sol de esa apacible playa cubana.
–Es una bella vista, Plutarco.
–Más bella y enigmática de lo que pudieras imaginar… –responde con su conocida sonrisa mordaz.
A lo lejos, un hombre canoso camina rumbo al mar; detrás de él se extiende una opulenta mansión. Ante la urgencia de advertir al señor el peligro que corre, una costeñita ignora el letrero de “Propiedad privada» y acude hasta él:
–¡Señor! ¡Señor! ¡Deténgase!
–¿Qué pasa pequeña?
–¡Este mar es muy traicionero! No debe bañarse aquí porque hay pozas. Mucha gente se ha ahogado en estas playas y si usted se mete… podría morir.
El viejo la miró y aunque quiso ser amable, los profundos surcos que formaban sus arrugas y los ojos muertos, gelatinosos, congelaron la sangre de la niña. Luego puso su tosca mano sobre el cabello de la chiquilla y desenmarañando sus volátiles rizos, le dijo:
–No te preocupes nena, nadie puede morir dos veces.
Ver al abuelo, tras los binoculares de Plutarco, con las iniciales del anillo PMP destellando vivazmente mientras revolvía los bucles de la costeñita, ya no fue sorpresa. Lo que lo consternó al punto de provocarle el vómito, fue ver a su madre y a Claudia, acudir cariñosas a su encuentro.