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María
19 agosto, 2016|Historias de vida

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Cerca de las nueve treinta de la noche, Ignacio se retiró de su oficina. Acababa de leer un artículo en el portal electrónico de «Imagen de Veracruz» en el que se exponía que México había quedado en un penoso penúltimo lugar en un ejercicio que calificaba la calidad de vida de 34 países. Uno de los puntos que echó a volar su analítica personalidad, fue el que señalaba que los mexicanos trabajamos 1,887 horas anuales, mientras que la media del resto de los países un 7% menos. Hizo su propia cuenta y el resultado le arrojó ni más ni menos que 1,950 horas. El colmo sin lugar a dudas y ni así lograba tener una vida medianamente asegurada. Echó un vistazo a su «Timex» y más que ver que otra vez se había quedado a trabajar dos horas más de lo debido, notó que el reloj era el regalo de su mujer, de cinco años atrás. «¿Lo ves?» Se dijo «ni eso has podido cambiar…» Un tanto molesto, se desanudó la corbata y al liberar los dos botones superiores de la camisa, su medalla de la Virgen se asomó; Ignacio le pasó por encima su dedo índice, era una vieja costumbre que para él significaba como persignarse. Ya más tranquilo, salió de la oficina y decidió pasar a comer unos merecidos tacos. Acompañarlos con un par de cervezas heladas le ayudaría a ver con un poco más de optimismo las cosas. Aunque compañía no le faltaba, era algo que gozaba hacer a solas.

En una colonia vecina, dos bandas rivales de sicarios se enfrentaban en una balacera de las que ya se habían convertido en un acto común en la ciudad. En el primer encuentro perecieron dos delincuentes y ahora sus compinches no pararían hasta cobrar venganza por lo que se inició una persecución por diferentes calles hasta que al dar vuelta en la curva de la “Avenida Renacimiento», fue que les dieron alcance y justo en el sitio donde comenzaba la fresca terraza en la que Ignacio comía su tacos de arrachera, reinició la refriega. Tras el primer balazo, el mundo se paró ante los inverosímiles ojos de Ignacio. El mesero que le rellenaba la cazuelita de barro de la salsa verde molcajeteada que tanto le gustaba, haciendo trisas los cristales de las ventanas con su hombro, salió despedido hacía el interior de «Don Taco»  por un impulso propio que le salvó la vida sin recibir un sólo impacto de bala. Después, Ignacio vio como un hombre, huesudo como la propia muerte, sacaba la mitad de su cuerpo por la ventanilla del Malibú; sus brazos mostraban el tatuaje de una víbora enroscada descendiendo desde su hombro hasta llegar a la mano en la que portaba una enorme arma. No podía ser real lo que estaba pasando, el tronadero de disparos y una nube de polvo combinada con las borrosas luces multicolores aparentaban un set cinematográfico. Las balas zumbaban en sus narices destruyendo todo lo que tocaban. Por una centésima de segundo, las miradas de Ignacio y el cadavérico criminal se cruzaron. Un escalofrío glacial se paseó por la nuca de Ignacio, pero ello no impidió que detectara que el sicario, a pesar de la incontrolable adrenalina que desbordaba por cada poro de su piel, tiritaba de pánico. Incluso, pensó, que si hubiera tenido cerca a su madre, sin duda correría a refugiarse en sus brazos, con el mismo llanto entrecortado que seguramente experimentaba con frecuencia cuando era un mocoso.
La metódica mente de Ignacio esta vez lo hizo quedar muy mal; si en lugar de estar psicoanalizando al «Cadavérico» simplemente se hubiera tirado al piso, otro gallo le hubiera cantado. Eso también lo pensó, pero demasiado tarde, pues acto seguido al choque de sus miradas, el abdomen y pecho de Ignacio se desgajaron como granada estrellada en un muro. Al caer, una costilla expuesta mostraba sus entrañas.
Los autos siguieron su endiablada persecución sin siquiera haberse tocado un pelo. Las luces se apagaron. El universo calló. Ignacio emitió un último suspiro. Sólo el polvo, en una agonizante batalla contra la gravedad, bajaba con sumisa lentitud. Toda la gente había huido aterrorizada del lugar. Ni un alma se acercaba y no tenía la menor duda de que moriría, mas de pronto oyó una piadosa voz que le dijo con cadencia: «tranquilo Ignacio, estoy contigo y tú debes quedarte aquí, conmigo. No tengas miedo que no te dejaré». Mientras la escuchaba, la mujer tomó su mano e hizo que con su dedo pulgar oprimiera el hueco de una bala por el que, cual cornada de toro, manaba una enorme cantidad de sangre. A pesar de que Ignacio sintió un reconfortante alivio por la presencia de la dama, recordando a sus pequeños y a su amada Amalia, pensó que no lo lograría. Pero la mujer retiró con ternura las lágrimas de sus ojos y le dijo: «ten fe hijo, ten fe».
Las sirenas de las ambulancias y las patrullas crearon una nueva y escandalosa realidad. Ignacio lucía tan mal que cuando lo vio un policía, gritó: «¡pronto! ¡Aquí hay un hombre muerto!» Ignacio observó a los socorristas que corrían en su auxilio y percibió como la mujer fue retirando la mano que mantenía sobre la suya para ejercer presión y detener la hemorragia. Al subirlo a la camilla quiso rogarle a la señora que lo acompañara, pero ya no estaba ahí, sin embargo, aún sentía la tibieza de su mano y su presencia estaba por todos lados.
Tras largas horas de operación y un par de días de convalecencia, por fin volvió en sí.
-Tienen que ser pacientes, -recomendó el doctor a Amalia, -más de una vez Ignacio estuvo clínicamente muerto. Textualmente, volvió a nacer.
-Debió ser un milagro, -exclamó Amalia.
-Perdóneme señora, pero nosotros los médicos preferimos pensar en motivos científicos.
-¿Ah, sí? ¿Cómo cual piensa escribir en su reporte?
-Hay unas contadas ocasiones como esta, en las que nuestros conocimientos médicos nos quedan a deber, pero eso no significa…
-Déjelo así, doctor Suárez, -interrumpió Amalia, -la medicina puede tener sus dudas, pero nuestra fe, jamás.
Amalia entró en la habitación. Ignacio miraba como ido, a través de la ventana. Al sentir que su esposa le acariciaba el rostro y le acomodaba el cabello, sin retirar la vista del infinito, dijo casi susurrando: «Llevaba un vestido completamente blanco, como de esos bordados que usan en Oaxaca. Su rostro era moreno claro y tenía una larga cabellera negra que contrastaba con su reboso. Era la mujer más agraciada jamás vista y no me refiero a su semblante, sino a la infinita bondad que transmitía su mirada, su ser de luz, sus palabras. Me llenó de una paz interna que jamás había experimentado. ¿Qué habrá sido del Cadavérico? Pobrecito, tenía tanto miedo que parecía un bebé abandonado a su suerte. Como me gustaría poder ayudarlo».
Ahora sí, Ignacio volteó a ver a su esposa y lento, muy lento, comenzó a parpadear hasta quedar perdidamente dormido.

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Alejandro Mier
"Mis Andares, no son más que historias de esas que escuchamos a diario y que por creerlas de interés o que aportan algo en este loco afán de tratar de entender el comportamiento humano, me parecieron dignas de dejarlas por escrito. Te aseguro que después de leer algunos de mis Andares, notarás que tú también tienes muchas historias que merecen contarse... si las quieres compartir, son bienvenidas! Por lo pronto, será un placer encontrarte... en los Andares de la vida".