–¡Mami! ¡Mami! ¿Vas a ir al súper?
–Si…
–¿Puedo ir contigo? ¡Anda, ya terminé la tarea!
A Verónica le fascinaba ir de compras. En realidad, fuera de sus clases de danza y de francés, no salía para nada de casa y aunque tenía un inmenso jardín, era aburrido jugar siempre a lo mismo con su nana “Tota” o con Anastasia, la cocinera. Por eso, las raras veces que mamá decidía hacer las compras de la casa ella misma, le imploraba que le permitiera acompañarla para mirar ese súper lleno de vida, con tanta gente y cosas maravillosas por comprar.
Esa tarde caía una silente lluvia, de esas que parecen sólo tener la intención de mojar el campo para verlo relucir de verde y esparcir por todas partes su fresco olor a tierra.
Mientras doña Ximena pagaba la interminable hilera de productos que desfilaban por la banda, Verónica quedó hipnotizada al observar los brazos del señor que empacaba la mercancía. Unas pecas gigantes ocultaban el blanco lechoso de unas manos temblorosas. Gruesas venas azul agua, cual gusanos, reposaban a todo lo largo de sus escuálidos brazos. Blanco de pies a cabeza, uniformadito como colegial vestido de jarocho. Zapatos, calcetines, pantalones, cinturón ¡todo blanco! Incluso la playera, la guayabera y hasta el sombrero que ocultaba un puñado de pelitos, también blancos. Sólo un detalle daba vida a su pulcro atuendo, un paliacate rojo a cuadros enrollado cuidadosamente alrededor del cuello y atajado con un anillo de madera. Aunque su rostro también lucía espolvoreado de motas negras y profundos surcos, en un instante volteó y sorprendió a Verónica con la mirada más cristalina, honesta y generosa jamás vista. La bondad se le desbordaba por esos ojos azules, azules, que centellaban con la intensidad de dos faros en una noche de mar sin luna.
–Mamá… –dijo Verónica jalando el saco de doña Ximena–, ¿ya viste que viejito tan lindo? Se parece a mi abuelito, pero él ¿por qué tiene que trabajar? Pobrecito…
–No sé amor, –respondió doña Ximena viendo al Cerillo–. Supongo que lo necesita, –continuó bajito para no ser escuchada.
–Y, sus hijos, ¿por qué lo permiten?
–¡Espera!, –interrumpió su mamá–, quédate aquí con el carrito en lo que pago el estacionamiento. No tardo.
En eso, el empacador le sonrió y agachándose para quedar a su altura le dijo:
–Hola nena, ¿sabes? Te escuche mientras hablabas con tu mamá, pero no debes preocuparte; además, –agregó subiendo los hombros y arqueando la arrugada boca–, este trabajo me gusta.
–Pero es que tu deberías estar disfrutando de un cafecito bien calientito frente a tu programa favorito de televisión… ¿y tus hijos porque no te ayudan para que tú no tengas que trabajar?
–Oh, ellos… mmm… ellos están muy lejos…
–¡Ay! ¡Perdón! Me tengo que ir, ya viene mamá…
–Bueno, anda, yo me llamo Fermín, y tú ¿cómo te lla…
–¡Verónica! ¡Soy Verónica! ¡Adiós Fermín!
El siguiente domingo en misa de doce, me lo encontré. –¡Mira mamá es el señor del súper! –Le dije con esa simpática voz baja con la que se habla en las iglesias.
Al salir, corrí al parque para saludarlo. Estaba comprándole un gran globo en forma de osito a un pequeñín. A su lado, estaba su esposa… ¡Y dos adultos más!
–¡Fermín! ¡Fermín! Yo pensé que tus hijos estaban lejos… Entonces, ¿ya te van a ayudar?
Fermín me tomo del brazo y caminó conmigo para que nadie nos oyera.
–¡Sshhh! ¡Espera! Ellos ignoran nuestro secreto.
–Entonces, ¿tus hijos no saben que trabajas en el súper?
–No, mi niña –me dijo al llegar a una banca en la que nos sentamos–. Verás, si lo supieran supongo que no lo permitirían; ellos tienen sus propios problemas y responsabilidades con sus familias y… muchos gastos; además mi esposa me acompaña, trabaja conmigo en la caja 3, todos le dicen Pelusita y, como puedes ver, estamos bien, no nos pesa nuestro trabajo, es más, hasta nos agrada porque hemos conocido a muchas personas mayores, como nosotros.
–Aahhh… escuchaba Verónica muy interesada, sin embargo su expresión compungida no la mostraba muy convencida, por ello, Fermín continuó:
–Además, ¿quieres que te confiese algo? Mi Pelusita y yo tuvimos una gran vida… Nuestra boda fue como de cuento, esa noche no había una mujer más hermosa en el universo, lo sé; viajamos a increíbles países y en nuestra casa siempre tuvimos más de lo que podíamos necesitar, mi Pelusita, nuestros 3 hijos y yo…
–Pero, entonces, ¿qué pasó?
–Pues que se nos acabó el dinero y pues tuvimos que volver a trabajar.
–¡Eso es muy duro! Pelusita y tú deberían estar en su casita al cuidado de sus hijos.
–Oh, no creas que es tan terrible… además este trabajo me recuerda a cada instante cuando tenía tu edad, ¿sabes? En casa el dinero ya no alcanzaba para nada y yo estaba desesperado porque, a causa de ello, mis padres discutían sin parar. Mamá servía la comida y no se sentaba como antes si no que se ponía a atendernos y decía que ella ya había comido, pero un día la sorprendí engullendo las sobras de cada plato… esa era la verdad y aunque yo no sabía qué hacer, fue suficiente. Por las tardes, inconsolable, salía a caminar por los llanos. Al principio lloraba todo el camino, de ida y de regreso; después, ese dolor se convirtió en coraje y pateaba lo que encontraba a mi paso, hasta que una vez caminé tanto que llegué hasta el súper y al levantar la vista, porque has de saber que ya me había acostumbrado a caminar con la cabeza gacha, pues que veo el letrero del súper lleno de luces y colores tan vivos y, claro está, encontré lo que tanto buscaba ¡Trabajo! haciendo lo mismo que ahora hago, como Cerillo, ¿qué ironía, no crees?, pero las propinas eran suficientes para que ya no tuviera que pedir para mis gastos escolares y poder dejar a escondidas dinero en el monedero de mamá para acompletarle el mandado. Cuando trabajaba horas de más, con la ganancia extra, compraba cosas en la tienda y las metía en la alacena de la casa sin que nadie se diera cuenta.
Un día casi me cachan. Estaba empacando un carrito enorme que seguro me daría buena propina, ¡cuando vi a mi mamá formada en la misma fila! Qué nervios. No sabía dónde meterme y no quería dejar ese cliente a nadie así es que me cubrí entre la gente de la fila y terminé el servicio. En cuanto recibí las monedas, iba a huir pero mi mamá ya no estaba, seguro se le olvidó algo y tuvo que regresar a la tienda y luego ya la vi formada en otra caja.
–¡Vaya, casi te descubren!
–Eso pensé yo también, pero en realidad, años después, mi hermana Mariana me confesó que mamá siempre lo supo todo y que ese día le pidió que la llevara a donde trabajaba porque quería verme. Cuando me encontró, todo vestido de blanco y con mi paliacate a cuadros, sus ojos se mojaron, pero me vio tan sonriente, tan feliz que la contagié y se marchó muy emocionada. Decía que su pequeño hombrecito, su “Cerillo”, le dio luz y esperanza a aquella época tan difícil en la que deambulaba a ciegas por la vida.
–¡Calla Fermín! ¡Calla! Que ahí vienen tus hijos y van a descubrir nuestro secreto.
–¡Cierto, mi niña! ¡Corre con mamá y cuida ese corazón tan noble que tienes!
Mira nada más quien habla, respondió Verónica al salir al encuentro de doña Ximena; Fermín ya no la alcanzó a escuchar, pero que más daba, su pequeña amiga ya lo había dicho todo.