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La Pausa
22 mayo, 2016|Historias de vidaRománticos

La Pausa

La Pausa

Siempre me pregunté ¿qué siente una madre cuando después de 9 meses de esperar a su hijo con toda la ilusión, ternura y amor posible, por fin lo recibe en sus brazos? Ese silente momento en el que por primera vez ambos se miran, se tocan, se acarician y se compenetran al sentir el calor de sus cuerpos unidos en un abrazo. ¿Qué se siente? Qué alguien me lo diga por favor, porque a mi el destino, a mis 17 años, esperando un bebé del hombre mi vida, simplemente me lo negó…

Hugo y yo nos conocimos aquel lejano día del mes de septiembre. Fue en el Colegio Benavente de la Ciudad de Puebla. Tras varios meses de estar aprendiendo el idioma español en mi ciudad natal de Canadá, venía llegando de intercambio. Hacía muchísimo frío esa mañana y recuerdo que lo que más me gustó del chico revoltoso que molestaba a un compañero para beneplácito del resto del grupo, fueron las prominentes chapas que recorrían todo su perfil, desde la boca hasta la sien. Era como un bellísimo trazo de un pintor en el que en el centro de la mejilla había derramado una porción muy generosa de pintura roja y luego, con finas pinceladas lo había difuminado en su rostro logrando tonos rosados. Cuando me miró, parpadeó tres veces y fue como si sus largas pestañas en forma del viaje de un columpio, me mecieran en ellos. «Hello, I’m Annie», pronuncié y ahí empezó nuestra historia, bella e imperfecta, tal como es la vida.

Las horas de clase se nos hacían eternas para poder volver a estar cerca y así fuera un receso de cinco minutos, nos bastaba para tomarnos de la mano y sonrojarnos al ver que ambos las teníamos empapadas de los nervios de sentirnos juntos. Luego reíamos a carcajadas porque Hugo imitaba a Rebeca, la niña más boba de la clase, que abrazándonos, le gritaba al maestro: «¡Profe! ¡Profe! ¿El trabajo de equipo lo podemos hacer en pareja de tres?

Fiestas, estudio, cine, cafés, tareas, amigos… todo compartíamos. Fue muy sencillo enamorarnos, tan natural que ni siquiera recuerdo el momento en el que ya no podía visualizar mi futuro sin él. Sonia, mi mejor amiga, una vez me preguntó que cómo había sido y al pensarlo por un momento supe que el hechizo, por muy romántico que se escuche, se dio justo en el segundo en que se cruzaron por primera vez nuestras miradas. El tiempo se había detenido y de no haber sido porque hubiera parecido la loca, ahí mismo me habría tendido a sus brazos.

Nunca me pidió que fuera su novia. No hizo falta. Desde el mismo momento que nos vimos comenzamos a serlo. Como esas almas que están predestinadas para encontrarse en este mundo.

Entre todos los encantadores días que disfrutamos ese año de nuestra preparatoria, hubo uno muy especial, el más extraordinario de mi existencia, pienso hoy.

Acudimos a una fiesta muy divertida en la que bailamos toda la noche la música de la película «Grease». Era genial, Olivia Newton John y Travolta estaban de súper moda y nosotros nos sabíamos cada paso de «Noches de Verano». Ya de madrugada, Hugo me acompañó a la pensión donde vivía. Estaba a punto de invitarlo a quedarse conmigo por primera vez, pero él parecía tener mucha prisa de irse con sus amigos y me dejó con todititas mis ganas cosquilleando por doquier. Ni modo, me puse la playera de dormir y cuál sería mi sorpresa que escasos minutos después comencé a escuchar sus desafinadas voces, eso sí a todo pulmón, siguiendo las guitarras de un eufórico mariachi. Conmovida, me asomé por la ventana y al ver

el rostro de Hugo, enmarcado bajo ese sombrero de charro, comprendí porque los mexicanos adoraban tanto su música y costumbres. Fue maravilloso y eterno. Después de varias canciones, los amigos se fueron trastabillando rumbo a los primeros destellos de luz que comenzaban a asomarse allá en el horizonte. La voz del mariachi se ahogaba a cada nuevo paso. Hugo y yo nos besamos una sola vez, pero el beso duró hasta que la tempranera neblina matinal lo envolvió todo. Un primer encuentro de ensueño, salvo que jamás imaginamos que trajera vida consigo…

Así sucedió y ya sabes, lo que son las cosas, justo cuando todo parecía un cuento de hadas, me llevé el peor susto de mi vida. Estábamos en exámenes finales y me preparé como nunca para el de Física que tanto trabajo me costaba. Odiaba el hecho de sufrir por algo que seguramente jamás en mi vida tendría utilidad alguna. No me estaba yendo tan mal en la prueba mas de repente los números de la fórmula empezaron a bailar ante mis ojos hasta nublarme la vista. Entre vómito y mareo, como pude, salí corriendo al baño. La prueba de embarazo claro que indicó positivo. ¿Y ahora qué iba a hacer? Mi familia entera estaba en Canadá y mis padres seguramente me matarían. ¿Qué medidas tomarían? Después de todo, yo era aún menor de edad y Hugo acababa de rebasar los 18, es decir, podría estar en un problema legal muy espinoso. Además, ¿qué pensaría Hugo? ¿Qué tendríamos que hacer? ¡Qué! ¿Y la escuela? ¿Y mi futuro? O Dios mío, era tan joven y tenía tantas preguntas sin respuesta.

El ciclo escolar terminaría en dos meses, así es que después de muchas veladas interminables sin poder pegar el ojo, decidí concluirlo y no mencionar a nadie ni media palabra. Mucho menos a Hugo. Mi mayor prueba de amor sería no echarle a perder lo que a leguas vislumbraba como un brillante futuro.

Hugo nunca lo supo, ni siquiera lo sospechó y cuando me veía triste, le decía que era porque extrañaba a mi familia. Por eso es que en cuanto llegaron las vacaciones, no le resultó raro que tomara el primer avión. Nos despedimos con la promesa de que me visitaría y regresaríamos juntos a continuar los estudios. Para mi fue el pasaje más triste jamás vivido porque lo amaba hasta lo indecible, pero sabía que nada de eso podría ahora convertirse en realidad… ¿Cuál sería mi destino y el de mi bebé? En mi aturdida cabeza nada estaba claro.

Mis papás me recibieron felices. Mi madre me tomaba de la mano y, mirándome de pies a cabeza, repetía «pero mira nada más cómo cambiaste en un año, ya eres toda una mujer», si supiera que mucho más de lo que imaginaba.

Al día siguiente se los confesé y para mi fortuna fueron muy buenos conmigo. Juntos decidimos que lo mejor sería tenerlo y darlo en adopción. En mi país, el proceso de selección y cuidados se efectúa de manera muy escrupulosa y por ese lado no había porque temer, con seguridad crecería en un hogar cariñoso.

La última vez que hablé con Hugo, él ya tenía todo listo para volar a Canadá, pero tuve que decirle que ya no podría verlo más, que no era buena idea que viniera y que tampoco regresaría al colegio. Insistió tanto que me vi obligada a mentirle diciéndole que ya no lo amaba, que me dejara en paz. Ya no pude continuar hablando, el llanto estaba a punto de estallar en la bocina y Hugo lo descubriría todo, así es que me contuve un instante más y colgué el teléfono mientras Hugo, también llorando, suplicaba… «¿Y yo que voy a hacer con mi manía de morder tu boca, con estas ganas locas de quererte ver?».

La vida era tremendamente desalmada con nosotros, tan excesiva que no volvería a verlo hasta 25 años después.

Dicen que el tiempo lo cura todo, yo más bien diría que ese tipo de acontecimientos tan fuertes los guardas en algún baúl perfectamente blindado en el que los sentimientos quedan como aletargados para no partirte a cachitos.

Cuando nació mi bebé, lo vi salir del vientre y el doctor de inmediato lo tomó y con una gélida mirada me dijo: es varón. Eso fue todo. No me dejaron ver su carita, abrazarlo, sentirlo aunque fuera una milésima de segundo… yo sólo quería darle la bendición, pero ni eso pude hacer.

A tan corta edad acababa de perder a mis dos seres más amados.

Años después me casé, tuve dos hijos y una familia normal. Fue un pasaje bonito que duró 20 años y terminó en un divorcio con buenos términos. Pero en todo ese tiempo, ni por un solo instante olvidé el motivo del porqué sentía un gran vacío en mi pecho que nada había podido llenar. Regresé con Michelle y George, mis hijos, a vivir a casa de mis padres. A todos nos caía bien hacernos compañía… hasta que una tarde, sonó un tono en mi computadora que contenía un prometedor mensaje. Sonia, mi amiga del colegio, me había localizado y casualmente tenía entre sus contactos a Hugo. Inmediatamente hablé con ella porque moría de ganas por saber que había sido de su vida; obvio, estaba consciente de que no tenía ningún derecho a buscarlo, pero al destino lo que menos le importa es lo que pensemos de él.

Hugo tenía tres años de haberse divorciado y como Sonia me comentaba que le había insistido mucho en darle mis datos, pues decidí contactarlo. Él también quedó encantado de volver a saber de mí y pasamos ese verano contándonos nuestras vidas por internet hasta que convenimos vernos.

La cita fue en el Central Park de Nueva York. Caminamos por uno de sus andadores hasta encontrarnos de frente. Nos quedamos mirándonos y la risa nerviosa no dejaba salir ni media palabra. Casi al mismo tiempo, ambos nos mostramos las palmas de la mano y aquella risa tan espontánea al verlas empapadas a pesar de estar a cinco grados de temperatura hizo estallar de nuevo la carcajada en los dos y terminamos fundidos en un largo y mudo abrazo.

A los pocos meses, otra vez Sonia me preguntaba, «¿Y cómo fue que se volvieron a enamorar tan rápido?” Yo más bien pienso que jamás dejamos de amarnos.

En cuanto Hugo supo toda la verdad acerca de por qué lo abandoné y que teníamos un hijo, tras superar el sorpresivo impacto, viajó conmigo a Canadá para intentar localizarlo. Al poco tiempo lo logramos y accedió en conocernos así que peor de asustados que el primer día de clases, acudimos a la cita.

Se abrió la puerta y ahí estaba ese bello joven esfumando todas mis dudas de cómo sería. El pintor había repetido su obra maestra. Por las mejillas de Gordon se difuminaban los mismos tonos rojizos de su padre y al ver sus pestañas abrir y cerrase siguiendo el viaje de un columpio, casi desmayo. En sus brazos cargaba a una lindura de pequeñín, ¡éramos abuelos! Y una cordial mujer lo rodeaba por la cintura. Fue una estampa que se quedó para siempre en nuestras mentes como un prodigioso regalo de la vida.

Tras escuchar nuestra historia, Gordon nos abrió su corazón y a partir de ahí, todo fue perfecto, tanto, tanto, que todos juntos hicimos un viaje a México y una soleada mañana, Hugo y yo visitamos el Benavente y caminamos tomados de la mano como en aquellos quiméricos años.

Parecía la escena de un film. Nuestras familias nos esperaban en esa linda pradera en la que al fondo del verde césped, un padre nos daría la bendición nupcial. En primera fila estaba nuestros padres, hermanos y Gordon con su esposa April y James, mi pequeño nieto.

Por fin coronábamos el capítulo que 25 años atrás había entrado en pausa y la prueba de que no era un sueño, es que ahí estaba de nuevo Hugo rodeado de nuestros amigos de prepa, desafinando a todo pulmón con sus sombreros de charro al compás del mariachi.

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Alejandro Mier
"Mis Andares, no son más que historias de esas que escuchamos a diario y que por creerlas de interés o que aportan algo en este loco afán de tratar de entender el comportamiento humano, me parecieron dignas de dejarlas por escrito. Te aseguro que después de leer algunos de mis Andares, notarás que tú también tienes muchas historias que merecen contarse... si las quieres compartir, son bienvenidas! Por lo pronto, será un placer encontrarte... en los Andares de la vida".